viernes, 27 de mayo de 2011

SEÑOR SEMÁFORO


Me detengo justo cuando el semáforo me lo indica.

Miro a ambos lados, no viene ningún auto pero como soy cívicamente correcto y políticamente activo, trato de hacer alguna cosa más o menos bien. Espero con ridícula cordura que pase algo que sabemos, la calle y yo, que no pasará, entonces no sucede.

No acontece acontecimiento alguno, no burla ningún auto maldito a lo preescrito y yo ahí, muy bien, Señor Semáforo, no lo haga un asunto cultural, no convierta a esta historia en una lucha de clases, porque ambos sabemos que estamos haciendo lo que tenemos que hacer.

Pero claro, cuando voy a dar mi primer paso, a romper la calle porque se pone amarillo, el boludo del semáforo se vuelve a poner rojo asquerosamente rápido, irrealmente ilógico y nos miramos para la mierda.

Nos odiamos. Y nos odiamos porque hizo trampa, pero hay códigos.

Pero no puedo luchar contra una máquina, contra un estúpido artilugio mecánico que está equivocado, que está tozudo, porque yo soy más que él, a él lo manejan y yo manejo a los que lo manejan y si no lo hago, pronto lo haré.


Y me guiña el rojo: esta vez le gano yo.


Cambia de nuevo a amarillo, pasado el tiempo pertinente, y llega a verde.

Cambia la expresión, se abre esa ceja que tiene de chapa y me dice que vaya, que cruce, que ahora sí.

Pero otra vez, como soy más, no lo hago nada: enciendo un cigarrillo, sonrío como un artista del cine o la televisión y silbo una canción de alguna película de Fellini, semáforo gato, a mí me vas a venir a querer embocar?


Y vuelve al amarillo, y se detiene y dura una eternidad y miro hacia ambos lados y no viene ningún auto.


Se pone rojo de nuevo, la luz titila y se queda fija.

Mirándome.

Seria. Firme.

La voy a cagar a trompadas.

La miro peor.

Escucho, a lo lejos, las risas de unos chiquilines que festejan un cumpleaños y explotan una piñata. No me distraigo, esto lo estoy haciendo, también, por ellos.

El semáforo no cambia la luz y yo cierro los puños hasta quedarme sin sangre en las uñas.

Es un duelo.

La calle. El silencio.

Una hoja de un árbol, otoñal y amarilla, cae despacio hasta el asfalto.

Escucho o creo escuchar el crujir de la hoja al partirse en sus bordes cuando impacta contra el concreto.


Cambia la luz. Se pone amarilla.

Levanto un pie y empiezo a cruzar.

El semáforo no cambia.

Miro a mi costado y no viene ningún auto a toda velocidad.

Y cruzo la calle.

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